La televisión nos ha mostrado estos días
con profusión las angustias de los jóvenes que se enfrentaban al examen de
selectividad. Una especie de mirada tierna y compasiva llenaba las pantallas
para lanzarnos el mensaje de la dureza de enfrentarse a esta prueba que valora
a nuestra juventud al final de su etapa de formación preuniversitaria y que los
cataloga para el acceso a las distintas carreras universitarias.
Esas fechas me traen a la memoria el
recuerdo, hace ya una buena cantidad de años, de cuando con 10 años, diez, me
examiné en el glorioso Instituto Aguilar Eslava de Cabra de mi ingreso al
bachillerato. Nos tuvimos que desplazar de una ciudad a otra, tras un buen
madrugón, en un autobús, si aquello se le podía denominar tal, del que tuvimos
que descender en una de la cuestas serranas que separaban Baena de Cabra para
que éste pudiera subirla sin la carga de la chiquillería.
En el vetusto edificio del instituto, uno
de los más antiguos de Andalucía, nos enfrentamos a un ambiente completamente
desconocido para nosotros, con unos profesores modelos de seriedad severa y con
una amplia leyenda de rigurosidad y
exigencia a sus espaldas. El dictado sin faltas, la prueba de dividir por tres
cifras, estas escritas y la de geografía, historia y religión orales ante un
tribunal con cura de sotana incluido. Una tabla de gimnasia completaba la
prueba de la que conocíamos el resultado por la tarde después de tomar nuestro
frugal bocadillo. Los aprobados alegres nos abrazábamos y los suspensos tristes a preparar la oportunidad de
septiembre.
Vuelta a casa en la cafetera de autobús,
cánticos al efecto incluidos, y a compartir la alegría con nuestros padres.
Teníamos diez añitos y yo viví aquello como una autentica odisea que me llenaba
de satisfacción haber superado. Estaba feliz.
Visto con la perspectiva de hoy este
maravillosos suceso no tendría para los adultos más que motivos de crítica por
las dificultades del proceso y la ansiedad, palabra no tan usada en aquellos
años, que podía generar en las criaturas. Decía mi madre, con mucha razón, que:
“lo poco espanta y lo mucho amansa”. Será por eso que como les he contado no
tengo ni un ápice de trauma de aquel, para mí,
fantástico suceso. Quizás la primera lección de que la vida sería una
carrera llena de obstáculos a superar.
No voy yo a criticar a la sociedad
actual, tan proclive a denostar el esfuerzo en la actividad de formación y aprendizaje,
porque seguramente algo también habré contribuido yo a esa forma de pensar. Ni
tampoco es necesario llamar mucho la atención sobre el hecho de que vivir, a la
postre, no es más que ir resolviendo una serie de problemas y dificultades que
van apareciendo en nuestro devenir, unos generados por nosotros mismos y otros
sobrevenidos, para tratar de acceder a la tranquilidad y el sosiego del
espíritu.
Como en esto creo que todos nos pondremos
de acuerdo, no parece malo que en ese proceso de aprendizaje y formación exista
el clima del esfuerzo para la superación, que tan bien nos vendrá haber
entrenado en estas etapas, para que contemplemos nuestro discurrir con menos
angustias y más ilusión por vivir la satisfacción, y en muchos casos la
alegría, de superar la dificultades de la vida.
Y recuerden después del tiempo de
exámenes vienen las fantásticas vacaciones de verano para los que han sido
capaces de certificar su esfuerzo. La vida por lo que parece, es siempre así.