Recuerdo cuando era niño una reflexión de mi padre, cordobés de
pura cepa, que decía no entender como
los sevillanos podían celebrar la Semana Santa y la Feria en el mismo mes. Dos
fiestas con la trascendencia universal que tienen estas dos celebraciones. Pues
así es, y ahora con los años compruebo con estupor lo que significa el mes de
abril en Sevilla.
De la Semana Mayor, la de la gran exhibición de la Pasión del
barroco por las calles de la ciudad, del ruan y el terciopelo, de la madrugada
eterna bañada por la luna del Parasceve, de la luz de los cirios que van
cubriendo con su cera los adoquines de las calles, del sentimiento y la emoción
por la presencia de Dios en la ciudad, pasamos a la explosión de la primavera
con todo el esplendor de la gran fiesta de la diversión y la desmesura.
En el espacio de unas semanas Sevilla, la gran dama de nuestros
sueños, muta la hermosa sobriedad del la mantilla a la explosión de sensualidad
del traje de volantes, del recogimiento a la diversión, del cansancio de
visitar iglesias y ver pasos al agotamiento de lo más lúdico; de recorrer la
ciudad a trasladarse a la ciudad efímera de lona y farolillos, de pisar la cera
de sus calles a pisar el albero del real. Así es abril en Sevilla, rebosante.
Parece exprimirse como el fruto de los cítricos que anuncia ese azahar que
embriaga sus noches.
Sevilla deja la impronta de su personalidad colectiva, su huella,
su firma, en la Feria, en su más peculiar, elegante y original forma de divertirse.
Sevilla, como pueblo, alcanza una definición específica que la distingue
incluso de los vecinos andaluces. No hay nada igual. A la ciudad efímera
acudiremos los sevillanos atraídos como las libélulas buscando con ansia la
diversión, escapar de todo, hacer real el dicho: …si me pierdo que me busquen en
la Feria.
En esa desmesura la ciudad se agota. Y como difícilmente podría
describir de manera tan hermosa como es Sevilla en abril, he elegido un texto de
Paco Robles, que es de lo más bello que yo he leído sobre esta ciudad, recogido
en su artículo La flamenca descalza:
Sevilla es así. De vez en cuando, muy de tarde en tarde. Pero es así. Cuando creemos que hemos dominado la ciudad y la hemos cuadriculado para que se amolde a las categorías de la razón, surge la chispa. Nos incendia con ese fulgor repentino que tan poco dura. Nos ciega y nos provoca ese vértigo que obliga a buscar asiento para escribir lo imposible, lo inefable. Ciudad desmayada como ese brazo que le caía a la flamenca mientras miraba el agua quieta; el mismo brazo que se había alzado en volutas acompasadas por el baile más erótico que imaginarse pueda. Ciudad que duele como esos pies descalzos que pisan las mismas calles donde se enfría la cera que fue pasión de una noche. Ciudad que desasosiega con esta calma que tanto se parece a su obra maestra: el silencio descalzo de una flamenca que por un instante se confundió con Sevilla.
Nada más que decir, naturalmente. Vivan Sevilla en abril no hay
otra cosa igual en el mundo. Ni cuerpo que lo resista.